Yoko Taro, su mujer, y otras cosas del querer

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Mansión en la periferia de Nagoya. 16:50 de la tarde. Kenichi el mayordomo se ajusta la corbata, coloca la taza del Pato Lucas, la tetera y el aceite de motor en la bandeja y la levanta posándola grácilmente en una sola mano. Es todo un profesional. Diligentemente se dirige a la biblioteca, que se encuentra en el ala este. Abre la puerta y ahí lo encuentra. Tras el sillón, y rodeado por unas imponentes librerías llenas de obras magnas de autores como Jung, Freud, Voltaire, Rob Liefeld, Rafa Mora o L. Ron Hubbard. Desde la perspectiva de Kenichi, sólo se alcanza a ver la mano del señorito sujetando un ejemplar de “Las flores del mal”. Entonces el mayordomo se acerca y sin mediar palabra sirve el té y el aceite (diesel, siempre diesel). Cuando la bebida adquiere la consistencia deseada, Kenichi se la acerca al señorito, y acto seguido le pregunta, con voz seria pero cercana, casi familiar.
 
– “¿El señorito querrá que se le prepare algún manjar para la cena?”
 
Entonces, Yoko Taro, ataviado con una bata de Minnie Mouse, una camiseta Lady Gaga y un embudo en la cabeza le da impulso a su sillón giratorio, y tras varias vueltas musitando un leve “wiiiii” frena en seco, sopla su matasuegras en la cara de Kenichi y muy contento le responde.
 
– “Sí Kenichi, quiero un batido de zanahorias y gominolas y un bocata de fuagrás, chocolate y mortadela con aceitunas. Ah, y gracias por el té, siempre lo haces perfecto.”
 
– “Tomo nota señor. ¿Qué películas verá el señorito esta noche?”
 
– “Dos tontos muy tontos, Anticristo y el Triunfo de la voluntad. Hoy me apetece algo optimista.”
 
– “Prepararé la sala de proyecciones.”
 
Y así es, amiguetes, como me imagino yo una tarde de martes en casa de Yoko Taro. 
 
Violenci[A]
 
     La historia del ser humano es básicamente la historia de la administración de la violencia, y eso lo sabe bien Yoko Taro, a quien no le tiembla el pulso a la hora de incluir secuencias francamente crudas en sus historias. Ya en los rudimentarios gráficos que ponía en juego Drakengard en una PS2 podíamos ver chorros de sangre saliendo disparados de los amasijos de polígonos que eran los soldados del ejército del Imperio. Es quizás el vehículo que más domina Taro a la hora de hacer llegar sus ideas. Y su principal idea, la que transpira de todos sus juegos, es que la humanidad es mierda. Somos el cáncer que infecta un plano de existencia que sería maravilloso de no ser por nuestra perniciosa presencia. En NieR, el último final es un ejercicio de egoísmo por parte del protagonista, que con su gesto presuntamente altruista condena a su propia raza a la desaparición. Incluso en NieR Automata, la humanidad es el origen de las mil y un vicisitudes que 2B, 9S y A2 sufren.
 
     No en vano, se muestra a los androides y a los robots como seres virtuosos, de intenciones inherentemente buenas que están envueltos en un entramado mucho más grande de lo que creen entender. Y todo por defender a los humanos. O a los “otros humanos”. Nunca muestran su cara, nunca se exponen, pero incluso después de extinguirse, los seres humanos y sus consecuencias se extienden. Esa es la visión que quizás, o quizás no, tiene Yoko Taro de sus semejantes. Una raza, un pueblo condenado a sufrir y causar dolor por los siglos de los siglos. Y Amén.
 
Asomándose al a[B]ismo
 
     No es de extrañar, visto el concepto que el amigo Taro sostiene de la humanidad, que sus obras sean alérgicas a los finales felices. Ni Drakengard ni NieR se sostendrían con la vigencia con la que aguantan el paso del tiempo si al final todo se resolviera de forma favorable, con sus protagonistas fundiéndose en un abrazo y recordando que gracias al poder de la amistad se sobrepusieron a la adversidad.
 
     Los finales de Yoko Taro siempre, incluso en sus versiones más luminosas, tienen un poso amargo, y siempre dejan la idea de que la pírrica victoria ha llegado a través de un sacrificio que no ha valido la pena. Pero es en los finales más intrincados donde el creativo deja ver su dominio de la diégesis del videojuego, donde nos demuestra que pocos manejan como él el lenguaje del medio, y donde deja claro que la única postura cuerda en este mundo de locos es revelarse contra las limitaciones asociadas al cine que muchos parecen autoimponerse. Yoko Taro nos habla de los videojuegos a través de los mismos. Yoko Taro no permite que la “coherencia” frene el mensaje que tiene preparado para tí. Porque este mundo es una mierda, la raza humana es una mierda, y no se merece ni ese poco de respeto.
 
Músi[C]a
 
     El sonido no es ajeno a toda esta corriente existencialista, claro. Los juegos de Yoko Taro, de hecho, guardan una relación muy especial con la música. Ya no porque el apartado sonoro de estos juegos sea en general excelente, si no porque está compuesta por músicos que saben transportar las ideas de Taro sobre sus pentagramas.
 
     Nobuyoshi Sano, compositor de la banda sonora del primer Drakengard, vio claro cómo transmitir al jugador la temática de “descenso a la demencia” que impregna todo el juego. Tomando piezas de música clásica, modificándolas ligeramente y luego sampleándolas, Sato genera una atmósfera inquietante, en la que el tema nos resulta familiar pero no. En el que todo parece estar ligeramente fuera de su lugar. Es una idea genial al servicio de un genio.
 
     Del mismo modo, Keiichi Okabe, compositor de cabecera desde entonces, ha estado jugando con homenajes, voces en distintos lenguajes y varias composiciones que se ha llevado y reciclado de un juego a otro. Porque ¿qué coño es la existencia, más que un ciclo de vida y muerte?
 
Escapar del [D]estino
 
     El ciclo de la vida no es ni de lejos tan glamuroso como Disney nos quiso contar en El Rey León. Es más bien un continuo bucle en el que sólo aquellos dispuestos a romperlo tienen la oportunidad de marcar la diferencia. Yoko Taro hace de la disidencia y la proactividad la mayor de las virtudes en sus personajes. Es por eso que Kainé es tan especial, pese a su atuendo deliberadamente fan service, o por lo que A2 nos enamora aún teniendo bastante menos tiempo de pantalla que los otros dos androides.
 
     Yoko Taro, de nuevo, no duda en plantear una serie de preguntas y además nos responde con su perturbadora visión de la respuesta. Nos obliga a iterar sobre sus obras, como aquellos locos que se leen varias veces en Señor de los Anillos, para sacar el jugo. No quiere que sea fácil, quiere que nos ganemos a pulso nuestras ansiadas respuestas. Por eso detrás de sus finales “A” siempre hay confusión. Siempre sentimos que nos faltan piezas del puzle. Es su forma de dejarnos miguitas de pan para guiarnos hacia su casa de caramelo, donde, no lo dudéis, Yoko Taro nos engordará, nos hará mirarnos al espejo y entonces, cuando nos sintamos terriblemente mal con nosotros y con lo que nos rodea, nos dirá lo que no queríamos escuchar.
 
     Él no nos obligó ni a seguir las miguitas, ni a devorar las columnas de caramelo, ni a ponernos como morsas del ártico. Lo hicimos porque quisimos. Porque podíamos. Si ahora nos vemos así, es por nuestra culpa y de nadie más. Vivid con ello.
 
Dond[E] divagan los demonios
 
     A estas alturas y en estos términos, poco sentido tiene que intentemos discutir la influencia que Nier Automata, la obra magna de Yoko Taro, va a tener sobre los próximos trabajos del autor. Habiendo alcanzado un notable éxito, la historia de 2B y compañía se siente más como el final de un viaje, la culminación de una serie de temáticas e ideas y la confluencia de todo aquello que Yoko Taro quería decirnos pero no sabía o no tenía cómo.
 
     Pero claro. Ningún otro título de este señor parecía poder conectarse con nada y sin embargo, ya nos ha regalado cuatro juegos que están en continuidad con una solidez envidiable. Por eso, pese a que el final de Automata parece un adiós definitivo, todos queremos pensar, todos sabemos que es un hasta luego, y que más pronto que tarde tendremos en nuestras consolas, quien sabe si de esta o de la próxima generación, tendremos la próxima locura envenenada de este señor japonés de cincuenta años que nunca quiso dedicarse a escribir juegos, pero que afortunadamente, evadió el destino que él mismo se había colocado delante.
 
     Yo, la verdad, no podría estar más deseoso de ver con qué nos sorprende la próxima vez, de saber con qué giro va a agarrar nuestro corazón para hacerlo pedazos, de ponernos de nuevo delante del espejo y descubrir, por quinta vez, su próximo final E.

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